Por: Julián Puig Hernández.
La libertad es un fenómeno dual. El diez de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, quitó el grillete a sus esclavos y les dio la libertad del cuerpo: sabía, estamos seguros, de que otra libertad, mayor que esa naciente, era preciso lograr.
Años más tarde, cuando La Guerra Necesaria, se supo que el camino es un proceso, con sus indiscutibles partes y los sinsabores naturales de un propósito de esa naturaleza, pero también con la alegría de saberse constructor de una obra mayor.
El Héroe Nacional, José Martí, dijera en oportuno momento, con mirada preclara “yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre” porque sabía, intuía como todo buen pensador, que no basta con caminar, andar por las calles; sino que se precisa una cultura fortalecida, instrucción perdurable para enriquecer el alma y para ello es necesaria la consolidación del poder en función de una sociedad nueva.
La verdadera libertad se acuna en el espíritu que es la materia prima del alma, donde las convicciones fraguan, la cultura recibe oxígeno y engrandece.
Hombres recogerá quien siembre escuelas sentenció Martí para hacer más preciso el objetivo, perfilar con mayor exactitud el cometido.
Vinieron, a partir de la última lucha por la independencia, grandes campos sembrados de escuelas cuyos frutos constituyen la más grandiosa reserva de capital humano, vasto para un país; pero cuando el corazón es pleno, gozoso, se piensa más allá, sin egoísmos inservibles, manchas a la pureza.
El tañer de las campanas de La Demajagua, aún durante más de un siglo, se escucha en cada paso que, como aquel liberador de yugos, constituye un camino redentor. En esta obra superior, hacer mujeres y hombres libres, a partir de su propia cultura, se juntan todas las manos, asidas al machete ayer para empuñar el lápiz hoy.
No son diferentes los tiempos ni distintos los protagonistas de la historia.
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